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Nunca es un mal plan ir a comer a un bodegón porteño. En la ciudad que a veces parece correr tan rápido que se lleva todo por delante, estos sitios son una especie de santuario o, mejor dicho, un refugio. Rincones donde la comida es una excusa para sentirse parte de una historia, de una suerte de ritual —en algunos casos centenario— confeccionado por pequeñas alegrías cotidianas.
Son templos de la conversación y el buen comer, donde todavía se grita en la cocina, se mojan las medialunas en el café con leche y los mozos saben lo que vas a pedir antes de que lo digas. Algunos sobreviven desde hace décadas, otros acaban de abrir y ya tienen alma de clásico.
En este recorrido, seleccionamos cinco bodegones que merecen ser visitados (o revisitados). Cada uno, a su manera, es una invitación a quedarse un rato más.
En Boedo, donde la tradición italiana late fuerte, hay un rincón que se mantiene firme como un faro: Spiagge di Napoli. Fundado en 1926 por Giovanni Ranieri, un inmigrante llegado de Peschici en busca de un futuro mejor, este bodegón es mucho más que un restaurante: es un testimonio vivo de la inmigración, de la cocina como puente entre mundos, y de cómo una familia puede sostener con amor un legado centenario.
La historia comenzó con una cantina rústica, que rápidamente se transformó en epicentro de los paisanos que buscaban un pedazo de su tierra en el sur del mundo. La nona Matiuccella fue clave en esa conversión: con sus pastas caseras, sus salsas suculentas y su energía desbordante, convirtió al local en un clásico barrial. Hoy, la tercera y cuarta generación de los Ranieri siguen al frente, y la esencia permanece intacta: manteles a cuadros, jamones colgando y ese cartel que dice “salón para familia” colocado hace más de 50 años.
El menú fusiona lo mejor de la costa adriática con sabores criollos: rabas, fucciles al fierrito, postres caseros y una joya que se mantiene desde los inicios: caracoles en bordalesa. Ana María Rosario, nieta de Giovanni, asegura que el secreto está en no haber cambiado nunca la receta del ritual: comida rica, rápida, abundante y con la calidez de una casa de abuelos.
Cada rincón de esta casona es memoria viva. El tango, las sobremesas interminables, los hijos de quienes alguna vez comieron ahí trayendo ahora a sus propios hijos. En un mundo de cambios vertiginosos, Spiagge di Napoli se sostiene como un refugio, donde el pasado y el presente se sientan a la misma mesa.
Hay frases que resumen un mundo. Pablo Bruno creció escuchando una que hoy se volvió mantra: “No vendemos comida, vendemos un estado de ánimo”. Su papá, Juan, se la repetía una y otra vez como quien transmite un secreto sagrado. Esa consigna bastó para que la Cantina Bruno, inaugurada en 1957 por su abuelo Pier Paolo, se transformara en un clásico que atraviesa generaciones y sigue reuniendo a comensales con alma de habitué.
Pier Paolo llegó desde Calabria siendo apenas un adolescente. Su espíritu emprendedor lo llevó a comprar el fondo de comercio de la última pulpería de Villa La Catalina, como se llamaba entonces Villa Urquiza. Así nació la cantina, primero pensada para los obreros de las fábricas de la zona, luego devenida en un restaurante con platos sofisticados, pero sin perder jamás el alma de bodegón.
El menú es una fiesta de sabores italianos con anclaje en el mar Jónico: agnolottis negros de pulpo y langostino, fucciles con mariscos, conejito al vino blanco, tiramisú con copita de moscato. Y una especialidad poco habitual: ranas “Toro” servidas de distintas maneras y caracoles al “uso nostro”, con una salsa intensa y bien sabrosa.
La clave, dice Pablo, está en no negociar nunca con la calidad y en estar cerca de la gente. Aún con la mudanza a Pedro Ignacio Rivera, la clientela lo siguió sin chistar. Hoy, su hijo Juan Pablo ya se está sumando al negocio familiar. Cuatro generaciones después, la Cantina Bruno sigue siendo el lugar donde el domingo se parece al pasado, y donde lo que se come se cuenta después con una sonrisa.
San Telmo guarda secretos en sus esquinas, pero pocos tan cinematográficos como el del Café Saeta. Lucas Pérez no lo sabía, pero cuando llamó al número de un cartel colgado en un edificio tapiado sobre la calle Perú, estaba comprando mucho más que un inmueble: estaba por reabrir un capítulo cerrado hacía 23 años.
Lo que encontró al tirar abajo una pared fue un bar entero, congelado en el tiempo: mesas, sillas, heladeras con sodas. Así descubrió que allí había funcionado el Saeta, fundado en 1962 por tres españoles que lo convirtieron en un clásico de barrio abierto las 24 horas. Su cierre fue trágico: una fuga de gas causó una explosión que se llevó la vida de un repartidor. El dueño, afectado profundamente, bajó la persiana para siempre.
Hasta que llegó Lucas. Sin tener en claro qué hacer, comenzó a escuchar a los vecinos. Uno de ellos lo empujó a mantener el nombre original. Y fue así como, con ayuda de relatos barriales, fue reconstruyendo no solo el local sino también la memoria del lugar.
Hoy, el Saeta ofrece tortilla española, arroz con calamares y platos típicos ibéricos. Pero también apuesta por el movimiento, con una carta renovada: pesca del día (corvina mora al horno, marinada con ajo, cilantro, ralladura de limón y aceite de oliva); polenta con ragú de cordero y hongos; y codillo de cerdo braseado.
Lucas no es porteño, pero encontró en esta esquina su lugar en el mundo. “Llego, apoyo los codos en la barra y siento que no me quiero ir más”, dice. Y mientras los vecinos vuelven emocionados a sus mesas de siempre, Saeta demuestra que algunos espacios, aunque estén cerrados, nunca terminan de irse del todo.
En la esquina de Manuela Pedraza y Vidal hay un ritual que no se negocia: a las 9 de la mañana, Enrique Spinelli abre la persiana y saluda a Beto, que ya lo espera. Ese saludo diario da inicio a la jornada de La Escuela, un bar de barrio con más de tres décadas de historia, forjado entre cafés con leche, vermuts, política y fútbol.
Kike heredó el boliche a los 15 años, tras la muerte de su padre, y se hizo cargo sin mirar atrás. Desde entonces, resistió crisis, deudas, ofertas de cadenas, y hasta la tentación de irse. Pero nunca lo hizo. “Esto tiene un valor por encima de lo económico”, dice. Su historia familiar está anclada en la gastronomía: abuelo bolichero, padre bolichero, y él, bolichero de ley.
La Escuela se convirtió en bastión de Núñez, un espacio donde todavía se conversa de mesa a mesa, donde el Polaco Goyeneche dejó un minicomponente y una corbata, y donde cada cliente tiene nombre, historia y anécdota compartida. El boom del vermut trajo a los jóvenes, y Okupas lo consagró como bar de culto. Pero su alma sigue siendo la misma: café, medialuna y charla.
“Me quiero morir acá adentro”, dice Kike, y no hay metáfora. Lo suyo no es un negocio, es una forma de vivir. En tiempos de confiterías sin alma, La Escuela es esa trinchera donde la identidad barrial todavía se escribe en voz alta.
Hay bodegones que miran al pasado y otros que lo reversionan. Ácido es uno de estos últimos. En Chacarita, a metros del cementerio, Nicolás Tykocki armó un restaurante con alma de cantina contemporánea, donde la cocina es audaz, los sabores intensos y el ambiente, relajado y lúdico.
Nico empezó a cocinar a los 14, estudió en Le Cordon Bleu, trabajó en Europa y abrió Ácido sin agencias ni marketing. De entrada, hubo fila para entrar y hasta Úrsula Corberó se sentó en sus mesas. El menú es breve y cambia con frecuencia: ñoquis coreanos (tteokbokki) con salsa ssamjang, keppe crudo con labneh y bazlama, alitas de pato fritas con masala, pollo frito con ensalada de pepino y arroz. Todo para compartir, al centro, como en casa.
El salón tiene cocina abierta, posters de Fórmula 1, vajilla setentosa y un retrato de su abuela Beba, su inspiración. “La estamos pasando muy bien”, dice Nico, que recorre el mercado de Haedo buscando productos frescos. En Ácido no hay solemnidad: hay obsesión por el sabor, creatividad sin pretensión y un equipo joven que se divierte cocinando.
Ácido no reemplaza al bodegón clásico, pero lo empuja hacia otro territorio. Una suerte de manifiesto generacional que respeta la mesa compartida, pero desde otros códigos. Como si la historia del bodegón, en vez de acabarse, encontrara nuevas formas de seguir contándose.